Damas y caballeros.
Durante el corto lapso de tiempo de que dispongo, me
gustaría plantear una pregunta aparentemente extraña. Mi pregunta es la
siguiente: ¿En qué consiste la vida activa? ¿Qué hacemos cuando actuamos? Al formular esta pregunta, presupondré
la validez de la vieja distinción entre dos modos de vida, entre una vita contemplativa y una vita activa, que encontramos en nuestra
tradición de pensamiento filosófico y religioso hasta el umbral de la Edad
Moderna, y presupondré también que cuando hablamos de contemplación y acción no
sólo hablamos de ciertas facultades humanas, sino también de dos formas
distintas de vida. Seguramente, la cuestión tiene cierta relevancia. Porque,
incluso si no impugnamos la opinión tradicional según la cual la contemplación
es de un orden superior al de la acción, o según la cual toda acción no es más
que un medio cuyo verdadero fin es la contemplación, no podemos dudar -y nadie
lo ha dudado- que es bastante posible para los seres humanos pasar la vida sin
abandonarse jamás a la contemplación,
mientras que, por otra parte, ningún hombre puede permanecer en estado
contemplativo durante toda su vida. En otras palabras, la vida activa no es
solamente aquello a lo que están consagrados la mayoría de los hombres, sino
también aquello de lo que ningún hombre puede escapar totalmente. Porque está
en la condición humana que la contemplación permanezca dependiente de todos los
tipos de actividades; depende de la labor que produce todo lo necesario para
mantener vivo el organismo humano, depende del trabajo que crea todo lo
necesario para albergar el cuerpo humano y necesita la acción con el fin de
organizar la vida en común de muchos seres humanos de modo que la paz, la
condición para la quietud de la contemplación, esté asegurada.
Al referirme a nuestra tradición, he descrito las tres
articulaciones principales de la vida activa al modo tradicional, esto es, como
sirviendo a los fines de la contemplación. Sin embargo, es lógico que la vida
activa haya sido siempre descrita por aquellos que adoptaron el modo de vida
contemplativa; de ahí que , la vita
activa haya sido siempre definida desde el punto de vista de la
contemplación. Todos los tipos de actividad humana, comparados con la absoluta
quietud de la contemplación, parecían similares en la medida en que fueron
caracterizados por la inquietud, por algo negativo, por a-skholia o por nec-otium,
por el no-ocio, o por la ausencia de las condiciones que hacen posible la
contemplación. Comparadas con esta actitud de quietud, todas las distinciones y
articulaciones inherentes a la vita
activa desaparecen y, desde el punto de vista de la contemplación, poco
importa lo que perturbe la necesaria quietud: sólo que el hecho de ésta sea
perturbada.
Así, tradicionalmente la vita activa toma su significado de la vita contemplativa; le fue concedida una muy restringida dignidad
ya que servía a las necesidades y exigencias de la contemplación en un cuerpo
vivo. El cristianismo, con su creencia en un más allá, cuyos goces se anuncian
en las delicias de la contemplación, confiere sanción religiosa al
envilecimiento de la vita activa,
mientras que, por otra parte, el mandato de amar al prójimo actuó como
contrapeso a esta valoración desconocida por la antigüedad. Pero el
establecimiento del propio orden, según el cual la contemplación era la más elevada de las
facultades humanas, era, en origen, griego y no cristiano; coincidió con el
descubrimiento de la contemplación como el modo de vida del filósofo que, en
cuanto tal, se consideró superior al modo de vida político del ciudadano en la
polis. Lo importante, y aquí sólo puedo mencionarlo de pasada, es que la
cristiandad, al contrario de lo que con frecuencia se piensa, no elevó la vida
activa a una posición superior, no la
salvó de su ser secundario, ni la consideró, al menos teóricamente, como algo
con un significado y un fin en sí misma. Y, en efecto, un cambio en este orden
jerárquico era imposible mientras la verdad fuera el único principio englobante
que permitiera establecer un orden entre las facultades humanas, verdad que
además era entendida como revelación, como algo esencialmente dado al hombre, como distinta de aquella
verdad que es el resultado de alguna actividad mental -pensamiento o
razonamiento- o como el conocimiento que se adquiere por medio de la
fabricación.
De ahí surge la cuestión: ¿Por qué no fue descubierta la vita activa, con todas sus distinciones
y articulaciones, tras la moderna ruptura con la tradición y la consiguiente
inversión de su orden jerárquico, tras la «re-evaluación de todos los valores»
en Marx y Nietzsche? Y aquí la respuesta se puede resumir brevemente, a pesar
de que resulta bastante compleja en un análisis concreto: está en la propia
naturaleza de la famosa inversión de los sistemas filosóficos o de las
jerarquías de valores el dejar el esqueleto conceptual intacto. Esto es
especialmente cierto en el caso de Marx que estaba convencido de que bastaba
con invertir a Hegel para encontrar la verdad -a saber, la verdad del sistema
hegeliano, el descubrimiento de la naturaleza dialéctica de la historia-. Permítanme
explicar con brevedad cómo esta identidad se muestra en nuestro contexto.
Cuando enumeré las principales actividades humanas -labor, trabajo, acción-,
era obvio que la acción ocupaba la posición más elevada. En la medida en que la
acción está conectada con la esfera política de la vida humana, esta valoración
concuerda con la opinión prefilosófica, preplatónica, habitual en la vida de la
polis griega. La introducción de la contemplación como el
punto más alto de la jerarquía tuvo como resultado una nueva disposición de
este orden, aunque no siempre a través de una teoría explícita. (A menudo hemos
rendido homenaje verbal a la antigua jerarquía, cuando esta jerarquía ya había
sido invertida en la enseñanza efectiva de los filósofos.) Desde el punto de
vista de la contemplación, la más alta actividad no era la acción sino el
trabajo; el surgimiento de la actividad artesanal, en la escala de las
valoraciones, hace su primera aparición en escena en los diálogos de Platón. La
labor permaneció, claro está, abajo de todo, pero la actividad política,
como algo necesario para la vida de la
contemplación, era ahora reconocida sólo en la medida en que podía ser
desarrollada del mismo modo que la actividad del artesano. Sólo al ser
considerada como una actividad de trabajo, podía esperarse de la acción
política resultados durables. Y tales resultados durables significaban la paz,
la paz necesaria para la contemplación: ningún cambio.
Si atendemos a la inversión que se ha producido en la
época moderna, inmediatamente nos damos cuenta de que la característica más
importante a este respecto es la glorificación de la labor, seguramente la
última cosa que cualquier miembro de una de las comunidades clásicas, ya sea
Roma o Grecia, hubiera encontrado digna de tal posición. Sin embargo, en el
momento en que profundizamos en este asunto vemos que no era la labor como tal
la que ocupaba esta posición (Adam Smith, Locke, Marx son unánimes en su
desprecio hacia las tareas domésticas, la labor no cualificada que sirve
solamente para consumir), sino la labor productiva.
De nuevo el patrón de los resultados durables constituye el criterio. Así,
Marx, ciertamente el mayor filósofo de la labor, trató constantemente de
reinterpretar ésta según la imagen de la actividad del trabajo, de nuevo a
expensas de la actividad política. Ciertamente las cosas habían cambiado. La
actividad política no es ya considerada como el establecimiento de leyes
inmutables que producirían una
comunidad y que tendrían como resultado final un producto fiable, el cual se
parecería exactamente a como lo hubiese proyectado el fabricador -como si las
leyes o constituciones fueran cosas con una naturaleza semejante a la de la
mesa fabricada por el carpintero de acuerdo con el proyecto que él tenía en la
mente antes de empezar a fabricarlo-. Ahora se supone que la actividad política
«produce historia»- una frase que apareció por primera vez en Vico- y no una
comunidad, y esta historia tiene, como sabemos bien, su producto final, la
sociedad sin clases, la cual constituirá el final del proceso histórico del
mismo modo que la mesa es el auténtico fin del proceso de fabricación. En otros
términos, puesto que en el nivel teórico los grandes reevaluadores de los
antiguos valores no han hecho más que invertir las cosas, la antigua jerarquía
en el seno de la vita activa
difícilmente fue perturbada: los viejos modos de pensar prevalecieron y la
única distinción relevante entre lo viejo y lo nuevo fue que este orden, cuyo
origen y falta de sentido descansan en la experiencia efectiva de la
contemplación, devino altamente cuestionable, puesto que el acontecimiento real
que caracteriza a la Edad Moderna a este respecto fue que la propia
contemplación había devenido sin sentido. No nos ocuparemos aquí de este
acontecimiento. En lugar de ello, propongo, aceptando la más vieja y
prefilosófica jerarquía, examinar estas actividades por sí mismas. Y la primera
cosa de la que se habrán dado cuenta es de mi distinción entre labor y trabajo,
distinción que probablemente les ha sonado algo inhabitual. La trazo a partir
de un comentario bastante despreocupado de Locke, quien habla de «la labor de
nuestro cuerpo y el trabajo de nuestras manos». (Los trabajadores son, en el
lenguaje aristotélico, los que «con sus cuerpos subvienen las necesidades de la
vida».) La evidencia fenoménica a favor de esta distinción es demasiado
llamativa para ser dejada de lado, y, con todo, podemos constatar que, aparte
de algunas observaciones dispersas y del importante testimonio de la historia
social e institucional, casi no hay nada para avalarla.
En contra de esta
falta de evidencia se presenta el hecho simple y pertinaz de que todas las
lenguas europeas, antiguas o modernas, contienen dos palabras no relacionadas
etimológicamente para la que hemos llegado a pensar como la misma actividad: de
esta forma, el griego distinguía entre ponein
y ergazesthai, el latín entre laborare y facere o fabricari, el
francés entre trevailler y ouvrer, el
alemán entre arbeiten y werken. En todos estos casos, los
equivalentes de labor tienen una inequívoca connotación de experiencias
corporales, de fatiga e incomodidad, y en la mayoría de los casos se usan
significativamente para indicar los dolores de parto. Y el último en usar esta
original conexión fue Marx, que definió la labor como la «reproducción de la
vida individual», y el engendrar, como la producción de una «vida ajena», como
la producción de las especies.
Si dejamos de lado todas las teorías, especialmente las
teorías modernas de la labor después de Marx, y seguimos solamente esta
evidencia histórica y etimológica, es obvio que la labor es una actividad que
corresponde a los procesos biológicos del cuerpo, esto es, como dijo el joven
Marx, el metabolismo que compartimos con todos los organismos vivos. Por medio
de la labor, los hombres producen lo vitalmente necesario que debe alimentar el
proceso de la vida del cuerpo humano. Y dado que este proceso vital, a pesar de
conducirnos en un progreso rectilíneo de declive desde el nacimiento a la
muerte, es en sí mismo circular, la propia actividad de la labor debe seguir el
ciclo de la vida, el movimiento circular de nuestras funciones corporales, lo
que significa que la actividad de la
labor no conduce nunca a un fin mientras dura la vida; es indefinidamente
repetitiva. A diferencia del trabajo, cuyo fin llega cuando el objeto está
acabado, listo para ser añadido al mundo común de las cosas y de los objetos,
la labor se mueve siempre en el mismo ciclo prescrito por el organismo vivo, y
el final de sus fatigas y problemas sólo se da con el fin, es decir, con la
muerte del organismo individual.
En otras palabras, la labor produce bienes de consumo, y
laborar y consumir no son más que dos etapas del siempre recurrente ciclo de la
vida biológica. Estas dos etapas del proceso vital se siguen tan exactamente
una a otra que casi constituyen uno y el mismo movimiento, que cuando casi ha
acabado debe empezar de nuevo. La labor, a diferencia de todas las demás
actividades humanas, se halla bajo el signo de la necesidad, de la «necesidad
de subsistir» como solía decir Locke, de la «eterna necesidad impuesta por la
naturaleza», en palabras de Marx. De ahí que el auténtico objetivo de la
revolución sea, en Marx, no sólo la emancipación del hombre de la labor: Porque
«el reino de la libertad empieza solamente donde la labor, determinada por la
carencia» y la inmediatez de «las necesidades físicas», acaba. Y esta
emancipación, como sabemos actualmente, en la medida en que es posible, no se
da a través de la emancipación política -la igualdad de todas las clases de
ciudadanos- sino a través de la tecnología. Dije: hasta donde sea posible, y
con ello quería decir que el consumo, como fase del movimiento cíclico del
organismo vivo, es en cierto sentido también labor.
Los bienes de consumo, el resultado inmediato del proceso
de la labor, son las menos durables de las cosas tangibles. Son, como señaló
Locke, «de breve duración, de forma que -si son consumidos- decaerán y
perecerán por sí mismos». Tras una corta estancia en el mundo, retornan al
proceso natural que los produjo, bien por la absorción en el proceso vital de
los animales humanos, bien por
degradación; en la forma que les ha conferido la mano del hombre desaparecen
mucho más rápidamente que cualquier otra porción del mundo. Son las menos
mundanas y, al mismo tiempo, las más naturales y las más necesarias de todas
las cosas. A pesar de ser fruto de la mano del hombre, van y vienen, son
producidas y consumidas, en consonancia con el siempre recurrente movimiento
cíclico de la naturaleza. De ahí que no puedan ser «amontonadas» ni
«almacenadas», como hubiera sido necesario si tuvieran que servir al principal
objetivo de Locke: establecer la validez de la propiedad privada sobre la base
de los derechos que tienen los hombres de poseer su propio cuerpo.
Pero mientras la labor, en el sentido de producir cosas
durables -algo que sobreviva a la propia actividad e incluso a la vida del productor-,
es bastante «improductiva» y fútil, en cambio es altamente productiva en otro
sentido. El poder de la labor del
hombre es tal que él produce más bienes de consumo que los necesarios para su
propia supervivencia y la de su familia. Esta, por así decirlo, abundancia
natural del proceso de la labor ha permitido a los hombres esclavizar o
explotar a sus congéneres, liberándose a sí mismos, de este modo, de la carga
de la vida; y a pesar de que esta liberación de algunos ha sido siempre lograda
por medio de la fuerza de una clase dirigente, no hubiera sido nunca posible
sin esta fertilidad inherente a la propia labor humana. Con todo, incluso esta
«productividad» específicamente humana es parte integrante de la naturaleza,
tiene algo de la superabundancia que vemos en todas partes en la familia de la
naturaleza. No es más que otro modo del «creced y multiplicaos» en el cual, por
así decirlo, la propia voz de la naturaleza nos habla.
Dado que la labor corresponde a la propia condición de la
vida, participa no sólo de la fatiga y de los problemas de la vida, sino
también de la simple felicidad con la que podemos experimentar nuestro estar
vivos. La «bendición o el júbilo de la labor», que juega un papel tan
importante en las modernas teorías de la labor, no es una noción vacía. El
hombre, autor del artificio humano, al cual denominamos mundo para distinguirlo
de la naturaleza, y los hombres, que están siempre en relación unos con otros
por la acción y la palabra, no son de ninguna manera meramente seres naturales.
Pero, en la medida en que somos también simplemente criaturas vivas, la labor
es el único modo por el que podemos permanecer y girar con contentamiento en el
ciclo prescrito de la naturaleza, el afán y el descanso, la labor y el consumo,
con la misma regularidad feliz y sin propósito con la que se suceden el día y
la noche, la vida y la muerte. La recompensa de la fatiga y del sufrimiento,
aunque no deje nada tras sí, es incluso más real, menos fútil que cualquier
otra forma de felicidad. Reside en la fertilidad de la naturaleza, en la serena
confianza de que quien ha realizado, con la «fatiga y en el tormento», su
parte, permanece como una porción de la naturaleza en el futuro de sus hijos y
de los hijos de éstos. El Antiguo Testamento, que, a diferencia de la
antigüedad clásica, sostiene que la vida es sagrada y, por lo tanto, que ni la
muerte ni la labor son un mal (y ciertamente no por un argumento en contra de
la vida), muestra en las historias de los patriarcas la despreocupación de
éstos por la muerte y de cómo les sobrevenía bajo la forma familiar de la noche
y del descanso sereno y eterno «a una edad avanzada y cargada de años».
La bendición de la vida como un todo, inherente a la
labor, no puede ser jamás encontrada en el trabajo y no debería ser confundida
con el inevitable y breve alivio y júbilo que sigue al cumplimiento de éste y
acompaña al éxito. La bendición de la labor es que el esfuerzo y la
gratificación se suceden tan inmediatamente como el producir y el consumir, de
modo que la felicidad es concomitante al propio proceso. No hay felicidad ni
contento duraderos para los seres humanos fuera del ciclo prescrito de
agotamiento penoso y de regeneración placentera. Todo lo que rompe el
equilibrio de este ciclo -la miseria, en la que el agotamiento va seguido por
la desgracia, y una vida sin esfuerzo alguno, donde el aburrimiento toma el
lugar del agotamiento y donde los molinos de la necesidad, del consumo y de la
digestión trituran despiadadamente hasta la muerte a un cuerpo humano impotente-
arruina la felicidad elemental de estar vivo. Un elemento de la labor está
presente en todas las actividades humanas, incluso en las más altas, en la
medida en que pueden ser emprendidas como tareas «rutinarias» mediante las
cuales nos ganamos la vida y nos mantenemos vivos. Su propia repetitividad, que
a a menudo consideramos un peso que nos agota, es lo que nos procura aquel
mínimo de contento animal, del cual los grandes y significativos momentos de
alegría, que son raros y que nunca duran, nunca puedes ser sustitutos, y sin el
cual difícilmente serían soportables los momentos más duraderos, a pesar de ser
igualmente raros, de dolor y pesar.
El trabajo de nuestras manos, como distinto de la labor
de nuestros cuerpos, fabrica la pura variedad inacabable de cosas cuya suma
total constituye el artificio humano, el mundo en que vivimos. No son bienes de
consumo sino objetos de uso, y su uso no causa su desaparición. Dan al mundo la
estabilidad y solidez sin la cual no se podría confiar en él para albergar esta
criatura inestable y mortal que es el hombre.
Por supuesto, la durabilidad del mundo de las cosas no es
absoluta; no consumimos las cosas sino que las usamos, pero si no lo hacemos,
simplemente se degradan, retornan al proceso natural general del cual nosotros
las habíamos extraído y contra el cual fueron erigidas. Abandonada a sí misma o
arrojada del mundo humano, la silla se convertirá de nuevo en madera, y la
madera se degradará y retornará a la tierra de la que había surgido el árbol
antes de ser talado y devenir el material sobre el que trabajar y con el que
construir. Sin embargo, aunque el uso desgasta estos objetos, este fin no forma
parte de un plan preconcebido; no era éste el propósito por el que fueron
fabricados, del mismo modo que la «destrucción» o el inmediato consumo del pan
constituye su fin inherente; lo que el uso agota es la durabilidad. En otras
palabras, la destrucción, a pesar de inevitable, es accidental al uso pero
inherente al consumo. Lo que distingue el más endeble par de zapatos de los
meros bienes de consumo es que no se estropean si no los llevo, son objetos y,
por consiguiente, poseen por sí mismos cierta independencia «objetiva», aunque
modesta. Usados o sin usar permanecerán en el mundo por un cierto tiempo a menos
que sean destruidos sin motivo.
Esta durabilidad da a las cosas del mundo su relativa
independencia con respecto a los hombres que las producen y que las usan, su
objetividad que las hace oponerse, «resistir» y soportar, al menos por un
tiempo, las necesidades y exigencias voraces de sus usuarios vivos. Desde este
punto de vista, las cosas del mundo tienen la función de estabilizar la vida
humana, y su objetividad descansa en el hecho de que los hombres, a pesar de
su siempre cambiante naturaleza, recuperen
su identidad gracias a sus relaciones con la persistente mismidad de los
objetos, la misma silla hoy y mañana, antiguamente la misma casa del nacimiento
a la muerte. Frente a la subjetividad de los hombres se sitúa la objetividad
del artificio hecho por el hombre y no la indiferencia de la naturaleza. Sólo
porque hemos erigido un mundo de objetos a partir de lo que la naturaleza nos
da y hemos construido este ambiente artificial dentro de la naturaleza, que así
nos protege de ella, podemos considerar a la naturaleza como algo «objetivo».
Sin un mundo entre los hombres y la naturaleza, habría movimiento eterno, pero
no objetividad.
Durabilidad y objetividad son los resultados de la
fabricación, el trabajo del Homo faber,
que consiste en la concreción. La solidez, inherente hasta en la más frágil de
las cosas, proviene, en último término, de la materia que es transformada en
material. El material ya es un producto de las manos humanas que lo han
extraído de su lugar natural, ya matando un proceso de vida, como en el caso
del árbol que provee de madera, ya interrumpiendo uno de los procesos naturales
más lentos, como en el caso del hierro, la piedra o el mármol arrancados del
seno de la tierra. Este elemento de violación y violencia está presente en toda
fabricación, y el hombre creador del artificio humano ha sido siempre un
destructor de la naturaleza. La experiencia de esta violencia es la más
elemental de la fuerza humana y, al mismo tiempo, la opuesta del esfuerzo
agotador y doloroso experimentado en la pura labor. Ya no se trata del ganarse
el pan «con el sudor de la frente» en que el hombre puede ser realmente el amo
y señor de todas las criaturas vivientes, aunque sea todavía el servidor de la
naturaleza, de sus propias necesidades naturales, y de la tierra. El Homo faber se convierte en amo y señor
de la propia naturaleza en la medida en que viola y destruye parcialmente lo
que le fue dado.
El proceso de fabricación está en sí mismo enteramente
determinado por las categorías de medio y fin. La cosa fabricada es un producto
final en el doble sentido de que el proceso de producción termina allí y de que
sólo es un medio para producir tal fin. A diferencia de la actividad de la
labor, donde la labor y el consumo son sólo dos etapas de un idéntico proceso -el
proceso vital del individuo o de la sociedad- la fabricación y el uso son dos
procesos enteramente distintos. El fin del proceso de fabricación se da cuando
la cosa está terminada, y este proceso no necesita ser repetido. El impulso
hacia la repetición procede de la necesidad del artesano de ganarse su medio de
subsistencia, esto es, del elemento de la labor inherente a su trabajo, o puede
también provenir de la demanda de multiplicación en el mercado. En ambos casos,
el proceso es repetido por razones externas a sí mismo, a diferencia de la
compulsiva repetición inherente a la labor, en que uno debe comer para poder
laborar y debe laborar para poder comer. No se debe confundir la multiplicación
y la repetición, que una máquina podría ejecutar mejor y más productivamente.
La multiplicación realmente multiplica las cosas, mientras que la repetición
simplemente sigue el recurrente ciclo de la vida en el que sus productos
desaparecen casi tan rápidamente como han aparecido.
Tener un comienzo definido y un fin determinado
predecible es la característica de la fabricación, que a través de este solo
rasgo se distingue de todas las demás actividades humanas. La labor, atrapada
en el movimiento cíclico del proceso biológico, carece de principio y,
propiamente hablando, de fin -solamente pausas, intervalos entre agotamiento y
regeneración. La acción, a pesar de que puede tener un comienzo definido, nunca
tiene, como veremos, un fin predecible. Esta gran fiabilidad del trabajo se
refleja en el hecho de que el proceso de fabricación, a diferencia de la
acción, no es irreversible: todo lo producido por las manos humanas puede ser
destruido por ellas y ningún objeto de uso se necesita tan urgentemente en el
proceso vital como para que su fabricante no pueda sobrevivir a su destrucción
y afrontarla. El hombre, el fabricante del artificio humano, de su propio
mundo, es realmente un dueño y señor, no sólo porque se ha impuesto como el amo
de toda la naturaleza, sino también porque es dueño de sí mismo y de sus actos.
Esto no puede decirse ni de la labor, en la que permanece sujeto a sus
necesidades vitales, ni de la acción, en la que depende de sus semejantes. Sólo
con su imagen del futuro producto, el Homo
faber es libre para producir, y también sólo frente al trabajo de sus manos
es libre de destruirlo.
Dije antes que todos los procesos de fabricación están
determinados por las categorías de medio y fin. Esto se manifiesta muy
claramente en el importante papel que desempeñan en ella las herramientas y los
útiles. Desde el punto de vista del Homo
faber, el hombre es en efecto, como dijo Benjamin Franklin, un «fabricador
de útiles». Por supuesto que las herramientas y utensilios son también usados
en el proceso de la labor, como sabe toda ama de casa que orgullosamente posee todos
los chismes de una cocina moderna, pero estos utensilios tienen un carácter y
función diferente cuando son usados para la labor; sirven para aligerar el peso
y mecanizar la labor del laborante. Son, por así decirlo, antropocéntricos,
mientras que las herramientas de la fabricación son diseñadas e inventadas para
la fabricación de cosas; su idoneidad y precisión son dictadas por propósitos
«objetivos» mucho más que por necesidades y exigencias subjetivas. Además, cada
proceso de fabricación produce cosas que duran considerablemente más tiempo que
el proceso que las llevó a la existencia, mientras que en un proceso de labor,
que da a luz a estos bienes de «corta duración», las herramientas y útiles que
se usan son las únicas cosas que sobreviven al propio proceso de la labor. Son
cosas de uso para la labor, y como tales no son el resultado del mismo proceso
de la labor. Lo que domina la labor que hacemos con el propio cuerpo, e
incidentalmente todos los procesos de trabajo ejecutados según el modo de la labor,
no es ni el esfuerzo intencionado ni el mismo producto, sino el movimiento y el
ritmo que el proceso impone a los que laboran. Los utensilios de la labor son
atraídos hacia este ritmo en el que el cuerpo y la herramienta giran en el
mismo movimiento repetitivo -hasta en el uso de las máquinas, cuyo movimiento
está más adaptado a la ejecución de la labor, ya no es el movimiento del cuerpo
el que determina el movimiento del utensilio, sino que es el movimiento de la
máquina el que fuerza los movimientos del cuerpo, mientras que, en un estadio
más avanzado, lo substituye del todo-. Me parece altamente significativo que la
tan discutida cuestión de si el hombre debe «adaptarse» a la máquina o la
máquina debe ser adaptada a la naturaleza del hombre, no ha surgido nunca con
respecto a los simples útiles y herramientas. Y la razón es que todas las
herramientas del artificio permanecen siervas de la mano, mientras que las
máquinas exigen de hecho que quien labora sirva, que adapte el ritmo natural de
su cuerpo a su movimiento mecánico. En otras palabras, incluso en la
herramienta más refinada existe una sierva incapaz de dirigir o de substituir a
la mano; incluso la máquina más primitiva guía y reemplaza idealmente la labor
del cuerpo.
La experiencia más
fundamental que tenemos de la instrumentalidad surge del proceso de
fabricación. Y aquí sí que es cierto que el fin justifica los medios: más aún,
los produce y los organiza. El fin justifica la violencia ejercida sobre la
naturaleza para obtener el material, tal como la madera justifica que matemos
el árbol, y la mesa justifica la destrucción de la madera. Del mismo modo, el
producto final organiza el propio proceso de trabajo, decide los especialistas
que necesita, la medida de cooperación, el número de participantes o de
cooperadores. De ahí que todo y todos sean juzgados en términos de su utilidad
y adecuación al producto final deseado y a nada más.
De forma bastante extraña, la validez de la categoría
medio-fin no se agota con el producto final para el que todo y todos devienen
un medio. A pesar de que el objeto es un fin con respecto al medio a través del
cual ha sido producido y es el fin del proceso de fabricación, nunca se
convierte, por así decirlo, en un fin en sí mismo, al menos no mientras sigue siendo
un objeto de uso. Éste inmediatamente se sitúa en otra cadena de medio-fin en
virtud de su efectiva utilidad; como mero objeto de uso se convierte en un
medio para, digamos, una vida confortable, o como objeto de cambio, es decir,
en la medida en que se ha atribuido un valor definido al material usado en su
fabricación, se convierte en un medio para obtener otros objetos. En otras
palabras, en un mundo estrictamente utilitario, todos los fines están forzados
a tener una corta duración; son transformados en medios para fines ulteriores.
Una vez logrado, el fin cesa de ser un fin y se convierte en un objeto entre
objetos que en cualquier momento pueden ser transformados en medios para lograr
otros fines. La perplejidad del utilitarismo que constituye, por así decirlo,
la filosofía del Homo faber, es que
queda atrapado en una interminable cadena de medios y fines sin llegar nunca a
ningún principio que pueda justificar la categoría, es decir, la utilidad
misma.
La salida habitual de este dilema es hacer del usuario,
el propio hombre, el fin último para poder interrumpir la cadena interminable
de fines y medios. Que el hombre es un fin en sí mismo y que nunca debe ser
usado como medio para lograr otros fines, no importa cuán elevados puedan ser
éstos, es algo que conocemos bien gracias a la filosofía moral de Kant, y no
hay ninguna duda de que Kant quería ante todo relegar a la categoría de
medio-fin junto con la filosofía utilitarista al lugar que le correspondía e
impedir que ésta pudiera regir las relaciones entre hombre y hombre en vez de
las relaciones entre hombres y cosas. Sin embargo, hasta la fórmula
intrínsecamente paradójica de Kant fracasa en su intento de resolver las
perplejidades del Homo faber. Al
elevar al usuario a la posición de fin último, degrada todavía más
enérgicamente todos los demás «fines» a meros medios. Si el usuario es el más
alto fin, «la medida de todas las cosas», entonces no sólo la naturaleza,
tratada por la fabricación como casi el «material sin dignidad» sobre el que
trabajar y al que atribuir un «valor» (como dijo Locke), sino también las
propias cosas «valiosas» se convierten en simples medios, perdiendo de ese modo
su intrínseca dignidad. O, por decirlo de otra manera, la más mundana de todas
las actividades pierde su sentido objetivo original, deviene un medio para
satisfacer necesidades subjetivas, en sí misma y por sí misma ya no es
significativa, por más útil que pueda ser.
Desde el punto de vista de la propia fabricación el
producto final es un fin en sí, una entidad durable independiente con
existencia propia, del mismo modo que el hombre es un fin en sí mismo en la
filosofía moral de Kant. Por supuesto lo que está en juego no es la
instrumentalidad como tal, el uso de medios para lograr un fin, sino la
generalización de la experiencia de la fabricación donde el provecho y la
utilidad son establecidos como las normas últimas para el mundo, así como para
la vida activa de los hombres que en él se mueven. Se puede decir que El Homo faber ha transgredido los límites
de su actividad cuando, bajo el disfraz del utilitarismo, propone que la
instrumentalidad gobierne el reino del mundo finito tan exclusivamente como
gobierna la actividad a través de la cual las cosas en él contenidas llegan a
ser. Esta generalización será siempre la tentación específica del Homo faber, a pesar de que, en último
análisis, será su propia ruina: será abandonado a la ausencia de sentido en el
corazón de la utilidad; el utilitarismo nunca puede dar con la respuesta a la
cuestión que Lessing una vez formuló a los filósofos utilitaristas de su
tiempo: «Y cuál es, os ruego, el uso del uso?».
En la misma esfera de la fabricación, no hay más que un
género de objetos al que la inacabable cadena de medios y fines no es
aplicable, y es la obra de arte, la más inútil y, al mismo tiempo, la más
durable de las cosas que las manos humanas pueden producir. Su característica
propia es su alejamiento de todo el
contexto del uso ordinario, de forma que se da el caso de que un antiguo objeto
de uso, por ejemplo una pieza de mobiliario de una época ya pasada, sea
considerado por una generación posterior como una «obra maestra», sea colocado
en un museo y, de esta forma, cuidadosamente separado de cualquier uso posible.
Del mismo modo que el propósito de una silla es actualizado cuando alguien se
sienta en ella, el propósito inherente a una obra de arte -tanto si el artista
lo sabe como si no lo sabe, tanto si el fin es alcanzado como si no le es- es
conseguir permanecer a través de las épocas. En ningún otro lugar aparece con
tanta pureza y claridad la simple durabilidad del mundo fabricado por el
hombre; en ningún otro lugar, por lo tanto, este mundo de objetos se manifiesta
tan espectacularmente como el hogar no mortal para los seres mortales. Y, a
pesar de que la fuente real de inspiración de estos objetos permanentes sea el
pensamiento, esto no les impide ser cosas. El proceso del pensar no produce
cosas tangibles, tal como tampoco los produce la simple habilidad para usar
objetos. La concreción que se da al escribir algo, al pintar una imagen, o al
componer una pieza de música, etc., es lo que hace realmente del pensamiento una realidad; y para producir estos
objetos de pensamiento, a los que habitualmente llamamos obras de arte, se
requiere el mismo trabajo que para construir, gracias al primordial instrumento
de las manos humanas, las otras cosas menos durables y más útiles, del
artificio humano.
El mundo de las cosas fabricado por el hombre se
convierte en un hogar para los hombres mortales, cuya estabilidad perdurará y
sobrevivirá al siempre cambiante movimiento de sus vidas y gestas sólo en la
medida en que trascienda la simple funcionalidad de los bienes de consumo y la
utilidad de los objetos de uso. La vida, en su sentido no biológico, el lapso
de tiempo que le es concedido a cada hombre entre el nacimiento y la muerte, se
manifiesta en la acción y el discurso, hacia los que hemos de dirigir ahora
nuestra atención. Con la palabra y la acción nos insertamos en el mundo humano
y tal inserción es como un segundo nacimiento, en el que confirmamos y asumimos
el hecho desnudo de nuestra apariencia física original. Dado que a través del
nacimiento hemos entrado en el Ser, compartimos con las otras entidades la
cualidad de la alteridad [Otherness],
un aspecto importante de la pluralidad que hace que sólo nos podamos definir
por la distinción, esto es, no somos capaces de decir qué es algo sin distinguirlo de alguna otra cosa. Sin embargo, sólo el
hombre puede expresar la alteridad y
la individualidad, sólo él puede distinguirse y comunicarse a si mismo, y no meramente algo -sed o
hambre, afecto, hostilidad o miedo-. En el hombre, la alteridad y la distinción
devienen unicidad, y lo que el hombre inserta con la palabra y la acción en la
sociedad de su propia especie es la unicidad. A dicha inserción no nos obliga
la necesidad, como a la labor, ni es provocada por las exigencias y deseos,
como el trabajo. Es incondicionada; su impulso surge del comienzo que entró en
el mundo cuando nacimos y al que respondemos comenzando algo nuevo por nuestra
propia iniciativa. Actuar, en su sentido más general, significa tomar una
iniciativa, comenzar, como indica la palabra griega arkhein, o poner algo en movimiento, que es el significado original
del agere latino.
Todas las actividades humanas están condicionadas por el
hecho de la pluralidad humana, por el hecho de que no es un hombre, sino los
hombres en plural quienes habitan la tierra y de un modo u otro viven juntos.
Pero sólo la acción y el discurso están conectados específicamente con el hecho
de que vivir siempre significa vivir entre los hombres, vivir entre los que son
mis iguales. De ahí que cuando yo, me inserto en el mundo, se trata de un mundo
donde ya están presentes otros. La acción y la palabra están tan estrechamente
ligados debido a que el acto primordial y específicamente humano debe siempre
contener, al mismo tiempo, la respuesta a la pregunta planteada a todo recién
llegado: «¿Quién eres tú?». La manifestación de «quién es alguien» se halla
implícita en el hecho de que, en cierto modo, la acción muda no existe, o si
existe es irrelevante; sin palabra, la acción pierde el actor, y el agente de
los actos sólo es posible en la medida en que es, al mismo tiempo, quien dice
las palabras, quien se identifica como el actor y anuncia lo que está haciendo,
lo que ha hecho, o lo que se trata de hacer. Es exactamente como lo dijo Dante
en una ocasión – y más sucintamente de lo que yo podría expresar (De Monarchia,I, 13): «Porque, en toda
acción, lo que intenta principalmente el agente [...] es manifestar su propia
imagen. De ahí que todo agente, en tanto que hace, se deleita en hacer; puesto
que todo lo que es apetece su ser, y puesto que en la acción el ser del agente
está de algún modo ampliado, la delicia necesariamente sigue... Así, nada actúa
a menos que [al actuar] haga patente su latente yo». Por supuesto, esta
revelación del «quién», al contrario de lo «que» alguien es o hace -sus
talentos o habilidades, sus triunfos o fracasos, que exhibe u oculta- no puede
ser conseguida voluntariamente. Al contrario, es más que verosímil que el
«quién» permanezca siempre oculto para la propia persona -como el daimon de la religión griega que
acompañaba a todo hombre a lo largo de su vida, siempre mirando desde atrás por
encima del hombro y, por lo tanto, sólo
visible para los que éste encontraba de frente-. Con todo, a pesar de ser
desconocida para la persona, la acción es intensamente personal. La acción sin
un nombre, un «quién» ligado a ella, carece de significado, mientras que una
obra de arte retiene su relevancia conozcamos o no el nombre del artista.
Permítanme recordarles los monumentos al Soldado Desconocido tras la Primera
Guerra Mundial. Son el testimonio de la necesidad de encontrar un «quién», un
alguien identificable, al que hubieran revelado los cuatro años de matanzas. La
repugnancia a aceptar el hecho brutal de que el agente de la guerra no era
auténticamente Nadie inspiró la construcción de monumentos a desconocidos -esto
es, a todos aquellos que la guerra había fracasado en dar a conocer, robándoles
así, no sus hazañas, sino su dignidad humana.
Dondequiera que los hombres viven juntos, existe una
trama de relaciones humanas que está, por así decirlo, urdida por los actos y
las palabras de innumerables personas, tanto vivas como muertas. Toda nueva
acción y todo nuevo comienzo cae en una trama ya existente, donde, sin embargo,
empieza en cierto modo un nuevo proceso que afectará a muchos, incluso más allá
de aquellos con los que el agente entra en un contacto directo. Debido a esta
trama ya existente de relaciones humanas, con sus conflictos de intenciones y
voluntades, la acción casi nunca logra su propósito. Y es también debido a este
medio y a la consiguiente cualidad de imprevisibilidad que la acción siempre
produce historias [stories], intencionadamente o no, de forma tan natural
como la fabricación produce cosas tangibles. Estas historias pueden entonces
registrarse en monumentos y documentos, pueden contarse en la poesía y la
historiografía, y elaborarse en toda suerte de materiales. Por sí mismas, no
obstante, son de una naturaleza completamente diferente a estas concreciones.
Nos dicen más acerca de sus sujetos, del «héroe» de cada historia, de lo que
cualquier producto de las manos humanas puede contarnos acerca del maestro que
lo produjo y, por tanto no son productos propiamente hablando. A pesar de que
todo el mundo comienza su propia historia, al menos la historia de su propia
vida, nadie es su autor o su productor. Y, sin embargo, es precisamente en
estas historias donde el significado real de una vida humana se revela
finalmente. El hecho de que toda vida individual, entre el nacimiento y la
muerte, pueda a la larga ser relatada como una narración con comienzo y fin es
la condición prepolítica y prehistórica de la historia [history], la gran narración sin comienzo ni fin. Pero la razón de
que cada vida humana cuente su historia [story]
y por la que la historia [history] se
convierte en el libro de historias de la humanidad, con muchos actores y
oradores y, aun así, sin autor, radica en que ambas son el resultado de la
acción. La historia real en que estamos comprometidos mientras vivimos no tiene
ningún autor visible o invisible, porque no está fabricada.
La ausencia de un fabricador en este ámbito explica la
extraordinaria fragilidad y la falta de fiabilidad de los asuntos estrictamente
humanos. Dado que siempre actuamos en una red de relaciones, las consecuencias
de cada acto son ilimitadas, toda acción provoca no solo una reacción sino una
reacción en cadena, todo proceso es la causa de nuevos procesos impredecibles.
Este carácter ilimitado es inevitable; no lo podemos remediar restringiendo
nuestras acciones a un marco de circunstancias controlable o introduciendo todo
el material pertinente en un ordenador gigante. El acto más pequeño en las
circunstancias más limitadas lleva la semilla de la mismo ilimitación e
imprevisibilidad; un acto, un gesto, una palabra bastan para cambiara cualquier
constelación. En la acción, por oposición al trabajo, es verdad que nunca podemos
realmente saber qué estamos haciendo.
Sin embargo, en claro contraste con esta fragilidad y
esta falta de fiabilidad de los asuntos humanos, hay otra característica de la
acción humana que parece convertirla en más peligrosa de lo que tenemos derecho
a admitir. Y es el simple hecho de que, aunque no sabemos lo que estamos
haciendo, no tenemos ninguna posibilidad de deshacer lo que hemos hecho. Los
procesos de la acción no son sólo impredecibles, son también irreversibles; no
hay autor o fabricador que pueda deshacer, destruir, lo que ha hecho si no le
gusta o cuando las consecuencias muestran ser desastrosas. Esta peculiar
resistencia de la acción, aparentemente en oposición a la fragilidad de sus
resultados, sería del todo insoportable si esta capacidad no tuviera algún
remedio en su propio terreno.
La redención posible de esta desgracia de la
irreversibilidad es la facultad de perdonar, y el remedio para la
impredecibilidad se halla contenido en la facultad de hacer y mantener las
promesas. Ambos remedios van juntos: el perdón está ligado al pasado y sirve
para deshacer lo que se ha hecho; mientras que atarse a través de promesas
sirve para establecer en el océano de inseguridad del futuro islas de seguridad
sin las que ni siquiera la continuidad, menos aún la durabilidad de cualquier
tipo, sería posible en las relaciones entre los hombres. Sin ser perdonados,
liberados de las consecuencias de la que hemos hecho, nuestra capacidad de
actuar estaría, por así decirlo, confinada a un solo acto del que nunca
podríamos recobrarnos; seríamos para siempre las víctimas de sus consecuencias,
semejantes al aprendiz de brujo que carecía de la fórmula para romper el
hechizo. Sin estar atados al cumplimiento de las promesas, no seríamos nunca
capaces de lograr el grado de identidad y continuidad que conjuntamente
producen la «persona» acerca de la cual se puede contar una historia [story]; cada uno de nosotros estaría
condenado a errar desamparado, sin dirección, en la oscuridad de nuestro
solitario corazón, atrapado en sus humores, contradicciones y equívocos. Esta
identidad subjetiva lograda por la sujeción a las promesas debe ser distinguida
de la «objetiva», esto es, ligada a los objetos, aquella identidad que surge
del confrontarse a la mismidad del mundo, a la que aludí al tratar el trabajo.
A este respecto, perdonar y hacer promesas son como mecanismos de control
establecidos en el propio seno de la facultad de iniciar procesos nuevos y sin
fin.
Sin la acción, sin la capacidad de comenzar algo nuevo y
de este modo articular el nuevo comienzo que entra en el mundo con el
nacimiento de cada ser humano, la vida del hombre, que se extiende desde el
nacimiento a la muerte, sería condenada sin salvación. El propio lapso de vida,
en su carrera hacia la muerte, llevaría inevitablemente a todo lo humano a la
ruina y a la destrucción. La acción, con todas sus incertezas, es como un
recordatorio siempre presente de que los hombres, aunque han de morir, no han nacido para eso, sino para comenzar algo
nuevo. Initium ut esser homo creatus est;
«para que hubiera comienzo fue creado el hombre», dijo Agustín. Con la creación
del hombre, el principio del comienzo entró en el mundo; lo cual, naturalmente,
no es más que otra forma de decir que, con la creación del hombre, el principio
de la libertad apareció en la tierra.